martes, 23 de febrero de 2010

Fermoselle


Aquí os dejo el comienzo de mi novela, aunque todavía es pronto como para sacarla a la luz ya que necesita multitud de retoques. Espero que os guste.

* * * * *

Mi nombre es Antonio Pérez Hernández y esta es la historia de mi vida. Nací en el año mil novecientos cincuenta y siete, a las doce de la noche, en una madrugada de abril, con una luna radiante y las estrellas mirándome, un escenario perfecto para venir al mundo tal y como yo vine, de cara, con los ojos verdes y bien abiertos, tan abiertos que cuando mi padre me vio puso el grito en el cielo, “¡Santa María, qué ojos! Cariño, ¿pero le has visto bien? ¡es extraordinario!”, y acto seguido me puso en sus brazos, a la merced de su calor, de sus pechos jabonosos ya repletos de alimento, de sus manos suaves y tiernas, de ese corazón humilde que me amaría hasta el final de sus días, un corazón del que casi puedo recordar sus latidos, como una melodía, pausada y delicada, tan hermosa como el viento. Mi amor por mi madre surgió en ese preciso instante, tan pronto como sus manos acariciaron mi rostro y su voz pronunció mi nombre, “Antonio, se llamará Antonio”, y al mirarme se creó un vínculo indestructible que ni aún hoy puedo explicar, un sentimiento de unidad, de comprensión, se enamoró de mí nada más verme, “es tan guapo, tiene tus ojos Jaime, mírale”, y mi padre resoplaba a nuestro lado más nervioso que ninguno, los tres encima de aquella manta zamorana, a la luz y el calor de la estufa, porque por entonces la vida no era lo que es ahora, al menos para gente como nosotros, gente del campo.

El tener un hijo para mi madre en aquellas circunstancias no fue fácil, las mujeres eran propensas a infecciones y el parir de manera natural les dejaba muy débiles, por lo que sacar al mundo a un mendrugo como yo suponía no solamente un dolor incalculable, sino unos cuantos días de reposo, algo bien distinto a lo que experimentó mi padre, quien tras unos instantes de nerviosismo y sudores fríos pronto volvió a ser el de siempre, “este chaval trabajará conmigo en el campo”, decía orgulloso e ignorante de lo que sería mi futuro. Jaime Pérez Salgado era un hombre corpulento, bajito, de espaldas anchas y voz grave, terco como una mula y fuerte como un buey, de pueblo vamos, pero con una mirada intensa que reflejaba un interior sensible tras esa capa humedecida y mohosa de hombre distante y frío, a menudo era común verle llorar por sucesos importantes, de ahí su apodo de “el llorica”, apodo que le venía desde bien pequeño y que sus amigos no dejaban de repetirle una y otra vez, “cuidado con el llorica, no se nos ponga a llorar”, decían. Mi padre procedía de una pequeña familia de pastores humildes, algo extraño por entonces, ya que lo normal eran las familias numerosas, sin embargo parece que a ellos les bastó con dos hijos pues Jaime tan sólo tuvo un único hermano pequeño, Adolfo, quien le acompañaba cada día por las tierras de Castilla desde muy temprano hasta el atardecer, en compañía de sus padres, mis abuelos, Antonio Pérez Manchado y María de la Soledad Salgado Tornero, gente corriente, pastores trashumantes, personas de pocas palabras y aspecto más bien sencillo. A mi abuela le llamaban Sole, para abreviar, y contaba mi padre que nació en una casa situada entre las provincias de Salamanca, Valladolid y Zamora, por lo que no fue fácil definir su lugar de origen y tuvieron que pasar treinta años para que el cura de nuestro pueblo, el señor Prudencio, que en paz descanse, le cediese el honor de ser habitante de la provincia de Salamanca, por haber acudido durante numerosos años a la misma Iglesia y ser más amiga del Señor que del propio alcalde. Mi abuelo, por el contrario, era pacense de pura cepa, un hombre menudo y cordial, de pocos amigos y ningún lugar, al menos por lo que pude observar tiempo después en las fotografías. Ambos murieron antes de yo nacer, por desgracia, así que nunca tuve la posibilidad de conocerles, aunque aprendí mucho de ellos por las historias que mi padre, anualmente, nos contaba por Navidad en casa, junto al fuego, en un intento por recordar viejos tiempos y mantener entretenidos a sus hijos.

Yo nací cerca de los arribes del Duero, donde el aire modela un paisaje único y sus rocas resquebrajan la tierra hasta los confines del mundo, allí me sentaba yo a escuchar el viento mientras balanceaba mis pequeñas piernas al aire, respirando el olor a verde, presenciando las más bellas puestas de sol y confundiéndome con la tierra en los instantes más bellos que he conocido jamás. Ya desde bien pequeño comencé a explorar aquellos parajes en compañía de mi padre, de mi hermano y del ganado, en unos días que parecían no acabar nunca. ¡Padre, vamos a jugar al borde del río!, ¿al borde del río, y el ganado qué?, luego volvemos, no se preocupe usted, tardaremos poco. Pablo Pérez Hernández era mi hermano mayor, me llevaba la delantera por cinco años, me gusta recordarle riendo, jugando conmigo, desafiándome, era fuerte y alto, de piel clara, manos grandes y huesudas, tez cuadrada y espaldas rectas, un chico bastante atractivo. Pero fue en ese momento, al bajar aquella ladera junto a mí, cuando ocurrió un hecho que iría conmigo por muchos años. Vamos Antonio, hay que bajar más rápido, en cuanto lleguemos al río nos bañamos, dicen que tiene una profundidad de más de cincuenta metros, ¿te lo puedes creer?, voy, no puedo bajar más rápido, no corras tanto, yo bajaba y bajaba todo lo rápido que podía, pero en una de esas zancadas enormes mi hermano resbaló y su cuerpo se precipitó entre las rocas cayendo desde una altura suficiente como para que su cabeza, al golpear el suelo, le ocasionase la muerte. Era muy joven, apenas tenía diez años y yo cinco, fue una desgracia, mis padres nunca lo superaron. A su funeral fueron todas las familias de Fermoselle, el pueblo donde vivíamos, que no eran muchas, pero sí suficientes como para llenar nuestra calle de principio a fin. Por entonces yo aguardaba en mi habitación oculto tras la cortina, el mero hecho de hablar de lo ocurrido me entristecía muchísimo, por lo que prefería observar cómo las familias iban entrando en mi casa para dar el pésame, lo lamento Carmen, era un chico fabuloso, la verdad es que es una pena, una pena, tiene que ser muy difícil, que Dios le acoja en su seno, y mi madre, vestida de negro, respondía con lágrimas en los ojos a cada uno, agradeciéndoles su presencia y más aún sus palabras. Yo, entre tanto ir y venir de gente, no podía dejar de pensar en la muerte, Antonio, no salgas ¿eh?, no salgas, quédate ahí, esto no es plato de buen gusto para nadie, y yo obedecía, mirando entre la tela y la pared, cargado de dolor y miedo, sin todavía comprender por qué mi hermano ya no estaba conmigo y por qué me sentía tan mal. Hubo un momento en el que la mejor amiga de mi madre, la señora Eulalia, entró en casa a paso lento, mirando al suelo, en compañía de su marido, y abrazó a mi madre diciéndole algo al oído, con gesto triste y a la vez cariñoso, lo que provocó que mi Carmen se derrumbara en el suelo, sujetándose en los brazos de su amiga, gritando y llorando como nunca le volví a ver hacerlo. Mi padre, mientras tanto, le miraba con ojos empañados en lágrimas, intentando consolarle, darle ánimos, Carmen, cariño, vamos, debes levantarte, siempre le echaremos de menos, pero son cosas que ocurren, ahora está con el Señor, ten confianza. Me asombró ver tan entero al llorica, quizás sus lágrimas corrían en procesión por dentro, no lo sé, pero se mantuvo firme saludando a unos vecinos que, junto al pésame, solían traer algún guiso o regalo que intentara calmar el estado de nervios de mi familia.

Al día siguiente todo era silencio. Mis padres apenas hablaban entre sí, en la casa se respiraba quietud y yo tuve que limitarme a hacer como si nada pasase o hubiera ocurrido. Era difícil al principio, pero con el tiempo todos aprendimos a llevarlo de otra manera. Los vecinos ayudaron bastante, de vez en cuando se pasaban para animarles y llevarles a dar algún paseo, las calles empedradas del pueblo fueron testigos de más de una conversación profunda entre Eulalia y mi madre, Carmen hija, son cosas que ocurren, debes de ser fuerte, nadie te pide que lo olvides, pero es importante para ti el aprender a aceptarlo, muchas veces no llegamos a entender por qué suceden esta clase de hechos tan dramáticos pero debemos de afrontarlos como algo natural, como parte de la vida. Fueron meses de ir y venir con la cabeza gacha, hola Carmen, hola Pascual, qué tal está, muy bien, ya sabe, ¿cómo lleva lo de su hijo?, y mi madre entonces volvía a mirar al frente andando como si a nadie hubiera visto, ignorando el dolor que se le anudaba en la garganta, enterrando las lágrimas que sobresalían por sus ojos e ignorando el pesar reinante en su corazón. Jaime, por el contrario, solía pensar en la muerte de mi hermano a menudo a solas, cuando estaba con el ganado, sentado en una roca mientras veía atardecer, nunca me decía nada, no comentó jamás qué se le pasaba por la cabeza, pero yo sé que en su mente estaba Pablo, en aquella expresión se podía vislumbrar las lágrimas y el dolor de quien no pudo hacer nada por evitar la pérdida de su hijo. Yo a veces intentaba animarle, papá, qué te pasa, nada hijo, nada, estaba pensando, ¿y en qué piensas?, en tu madre Antonio, en tu madre, y ahí quedaba todo, no había forma humana de taladrar sus pensamientos, mi padre era extraordinariamente sensible, pero cuando se trataba de su familia, era frío como una roca, sabía perfectamente cómo afrontar las situaciones para evitar hacer daño a quienes le rodeaban.

Así pasaron los meses siguientes, junio, julio, agosto, y poco a poco, parecía que todo iba cambiando de color, mis padres sonreían más, yo ya lo iba superando y el tiempo parecía comenzar a marcar su presencia en mi vida, el comenzar a trabajar tan temprano y el afrontar la muerte de mi hermano me hicieron madurar más rápido, aunque continué siendo un niño por una larga temporada. Llegado a este punto no puedo evitar sumergirme en mi propia historia, saborear cada minuto que viví, fueron años hermosos, la etapa más tierna de mi vida, una etapa en donde descubrí la vida tal y como era, con sus injusticias y sus recompensas. Puedo decir, con sinceridad, que a menudo, siento la necesidad de cerrar los ojos y respirar, simplemente para aniquilar mi vida actual, para aferrarme a una historia, mi historia, que simboliza mucho más que el avance de un hombre por todas y cada una de las etapas de su vida, sino algo más profundo, mi esencia, mi por qué, y es ahí donde respiro la fragancia de mis anhelos, de mis virtudes y mi defectos. Es necesario para ello remontarse a aquellos años, tan dulces, cuando el agua resbalaba por los guijarros del río con una frescura que sólo podía reconocerse en Fermoselle, cuando el cielo lucía espléndido y los campos se extendían por el horizonte como un manto de color. Fue por entonces cuando el verano llegó invadiéndolo todo, las flores, las casas, los balcones y, por supuesto, la plaza.

Todas aquellas mañanas por las calles del pueblo un jovencísimo Antonio aparecía luciendo su sonrisa más radiante, más aún que la del día anterior, así era él, despierto, risueño, y entre tanto ir y venir siempre encontraba palabras de otros, como al cruzar la panadería, un lugar donde le tenían siempre en un pedestal, un lugar donde no dudaban en mimarle con sus preguntas, pero bueno hijo, fíjate que siempre lo hablo con mi marido, ¿pero de dónde sacará este niño tanta energía?, a lo que él respondía, no lo sé Matilde, ¡será el calor!. Aquel día en concreto atravesó a paso ágil las calles del pueblo sin pararse a saludar a nadie, iba a ver a sus amigos, Felipe e Isidro, dos chicos menudos y graciosos que pronto se sintieron embriagados por la aparente valentía, seguridad y madurez de un Antonio joven y extrovertido. Sus casas estaban la una junto a la otra, en la otra punta del pueblo, por lo que para llegar había que recorrerse el municipio prácticamente de extremo a extremo, cosa que no parecía incomodarle a un chiquillo con las suficientes ganas como para pasarse todo el día andando. Al llegar, sus pequeños nudillos tocaron la puerta, y preguntó:

- Herminia, ¿está Felipe en casa?

- No, no está.

Antonio Pérez, que de tonto no tenía un pelo, dudó de tal contestación y fue poco el tiempo que tardó en trepar por el canalón hasta aferrarse a la barandilla del balcón. Allí, sus nudillos golpearon de nuevo la madera, pero no de la puerta, sino de la ventana de su amigo. Felipe, soy Antonio, dijo entre susurros, lo siento Antonio, mi madre me ha castigado, no puedo salir, y además, Isidro no está en casa, ¿cómo que no puedes salir? sólo tienes que abrir la ventana y bajar conmigo, vamos, nadie se enterará, ¿y si me pillan?. Felipe no era ni por asomo la mitad de valiente que Antonio, más bien todo lo contrario y era éste el que muchas veces tenía que animarle, arrastrarle e incluso forzarle a hacer todo aquello que, aunque quería, no se atrevía a consumar. Vamos Felipe, no seas cagao, abre la ventana, dijo. Y éste, muy a su pesar, medio tembloroso, abrió el cristal que los separaba susurrando, pero sólo un rato, no puede enterarse, si lo hace me mata. Poniendo un pie en el balcón ya quedaba incumplida la norma y, pese a no querer hacerlo, se agarró al canalón para emprender la bajada sin darse cuenta que una puerta se abría en el interior. ¡Serás mocoso! ¡Te he dicho que no podías salir! Gritó su madre mientras ambos se deslizaban hasta abajo, ¡Felipe! ¡vuelve aquí! Lamentablemente para ella ya era demasiado pronto pues los dos niños bajaban corriendo la calle que les llevaba directamente al río.

4 comentarios:

  1. No sabía que pensabas escribir una novela! Me encanta! Pero no deberías publicar fragmentos aquí, imagina que te plagian, o cogen ideas, etc...
    Bueno, no me hagas caso, es que los abogaditos estamos obsesionaados con estas cosas!
    Un beso y adelante con tu proyecto!

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  2. Hola Dani,
    Te digo lo mismo que Aida. Me alegro que estés escribiendo una novela. Debes tenerla pegadita a tí, mimarla y cuando esté lista "parirla". Se hace agradable en primera persona cambiando en tercera en momentos de situación del personaje, el ritmo es ligero..(bueno no entiendo de esto, es mi impresíón al leer este fragmento)
    Te ánimo desde el otro lado de la red...

    Un abrazo muy sereno
    Naia

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  3. mi marido es de fermoselle

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  4. La historia "engancha"...ya existe la primera cercanía con los principales personajes (del momento)casi he dibujado las caras, los cuerpos, ese pueblo,igualmente con los vecinos.
    Hubiera seguido leyendo por bastante rato más, pero...te diré que al igual que lo que piensan las dos chicas que te han comentado al principio, pienso yo, no deberías mostrarla sin tenerla acabada y registrada. Es mi pensamiento claro, decirte que ya tienes la primera venta si al final la publicas...Ojala que así sea.
    Un Beso y un Abrazo.

    Paloma.

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