jueves, 7 de enero de 2010

Cruz de violetas



Nada le intrigaba más a Vasili que la suculenta tormenta de palabras y frases, escritas en prosa, sin fin, eternas, que parecían no acabar nunca retornando una y otra vez a su mente en forma de bellas metáforas, cuales bellos rayos de luz, al calor de su sofá, al placer de su ventana, a la misteriosa esencia del amor por la lectura. Aún parecía recordar todas esas palabras enredándose entre sí, formando entre ellas bellos párrafos que a sus ojos contenían forma, métrica y ritmo, sin duración determinada ni apenas añadidos, aquellos que una vez le anclaron durante horas, días y a veces semanas al mismo rincón de su habitación, ignorando casi el comer, el dormir y el ir a la escuela, leer por leer, por el placer de una historia bien contada y articulada, sin saber cuándo acabaría y donde un punto significa el final de un motivo y el comienzo del siguiente.

Así, como aquel que lo probó y aún siente en la boca su sabor, su dulzura, se acercó a la estantería y tomó el único libro que durante mucho tiempo había deseado, recordando a su madre horas antes decirle como alma que lleva al diablo, no tardes mucho en levantarte que debes ir a la escuela, recuerda que tu profesora ya nos ha advertido que no tolerará más ausencias, pero qué sabía nadie, qué entendía nadie de la pasión que sentía entre sus dedos al abrir aquellas tapas, respirar aquel olor a tinta impregnada que parecía dulcificarse a medida que avanzaba la novela, como si fuese perfume de la mujer más bonita de la tierra, cual una flor recién regada. No, nadie lo podía entender, sólo Vasili, por eso abrió aquel libro, se sentó en su butaca e, ignorando a su madre, a su profesora y al mundo entero, comenzó a leer.

Sucedió que hace mucho tiempo, cuando la gente aún sentía el dolor de una guerra que parecía no acabar, había una niña rechoncha, no muy alta, con unos ojos vivaces y de mirada penetrante, mal vestida y de carácter agrio a ojos de todos, que al igual que su familia vivía en condiciones extremas, pasaba hambre y apenas se duchaba. Sus días consistían en sobrevivir a una vida impuesta, sin alicientes ni recompensas, donde nada se regalaba y lo poco que uno tenía pronto se le quitaría, una niña que conocía el terror, el llanto y la violencia de unos que, sin aparente razón ni argumento, intentaban exterminar a gente como ella, no de su estatura ni de su color de piel, sino como ella. Judíos.

Ya a corta edad aprendió que era distinta, diferenciaba con quién podía relacionarse y con quién no, cómo debía de vestir, cuándo y ante quien agachar la cabeza, ante quienes disculparse sin importar el motivo y cómo el maltrato físico no era un castigo sino algo necesario para los de su raza, que según oía entre los hombres blancos y uniformados, nunca debía de haber existido. Con el tiempo aprendió a llorar cuando el dolor no era muy intenso, para así acabar pronto y no llegar al final que tanto amargaba, cuando apenas podía levantarse y sus ojos apenas podían enfocar las baldosas del patio mojado, truquillos que le contaban otros, pero ella bien sabía que un día llegaría el final, "cuando menos lo espere" le repetía a su compañero noche tras noche, un final que al igual que ella lo esperaban todos, mujeres y hombres, jóvenes y mayores, pues estaban ahí por la misma razón, por el mismo delito.

(...)

2 comentarios:

  1. Tremendo texto!
    Ya ves, aunque me tomé unas "vacaciones" de escribir, sigo comentando en mis blogs favoritos :)

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  2. Aida: sabes que para mí es un privilegio y un placer poder contar con tus comentarios. Espero que te vaya bien en tus vacaciones. Un abrazo :)

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Fotografos de Bodas - Daniel Colleman

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Fotografo de bodas