lunes, 6 de diciembre de 2010

Mi noche (I)



El baño llega a ser tremendamente excitante, más cuando apagas el grifo y dejas el agua correr entre tus pies, y escuchas las últimas gotas gotear en el suelo, y el vapor en el aire recorriendo tu cuerpo. Quizás la noche acompañaba, no lo sé. El caso es que con un pie en el borde de la bañera sequé mis muslos, desde el tobillo hasta su parte alta, para pasar al pelo y finalmente mi espalda. Sin toalla, decidí arreglarme para él. No iba a permitir que nada fuese arbitrario.

Lo bueno del maquillaje, y en especial del pintalabios, es que cuando lo aprietas contra tu boca, y lo deslizas, puedes llegar a pensar que aquel pincel cremoso fueran sus labios contra los tuyos, y entonces te recreas una y otra vez de lado a lado, como ignorando que pudiera acabar nunca o deseando que siguiese en su movimiento de manera indefinida. Sin embargo, acaba, cuando yo quiero, con un golpetazo y mirándome a los ojos.

Si me peinase para mí probablemente dejaría mi pelo liso, o quizás ligeramente rizado en las puntas, pero aquella noche el pelo sería ondulado y cuidado desde un principio. Casi resultaba más erótico arreglarme de lo que había imaginado...

Una vez lista, frente al espejo sin nada, tomé el collar y me lo puse, con la mirada fija en mí y el cuerpo cálido y suave como en mis mejores tardes. Tras él, los pendientes a juego, uno a uno mientras deseaba que me los quitaras. Y tras ellos, me paseé por la ventana de la habitación con la luz apagada. La calle era más tranquila en aquellas noches de lluvia.

Tomé un vaso de agua y me recosté imaginando que entonces, junto a mí, tú estabas sin importar las historias pasadas, sin una conciencia de lo que sucedía y con el convencimiento de que al día siguiente, nada sabrías de lo que hubo pasado. Mi dedo bailaba en círculos sobre la colcha de algodón. ¿Serías capaz de satisfacerme? ¿O quizás te habría estado sobrevalorando todo este tiempo? ¿Eras tú realmente aquel tipo que yo pensaba que eras?

Me levanté y tomé aquel conjunto negro especial para mis noches de tormenta. Lo puse en mí frente a las luces de fuera, frente al frío del otro lado de la ventana y en el calor del radiador cercano. Una vez lista, tomé las medias, que deslizaron en mis manos por toda mi pierna, como si tú me las quitaras. Tomé el vestido, y fue el punto final a un conjunto perfecto, para tí, para ambos, para quién sabe.

Tras aquel ritual de erotismo en mi habitación, con el bolso en una mano salí afuera a esperar que llegaras. Y tan pronto como bajé el timbre sonó y tu figura apareció en la puerta, con una sonrisa a uno ochenta de altura pidiendo a gritos mi bienvenida, con unos ojos claros que no entendían de falta de luz, y un cuerpo perfecto dentro de ese traje negro con un pañuelo en el pecho. Me llevaste hasta tu coche, y en la piel de su asiento supe que allí donde tú quisieras, podría ser para tí lo que tú me pidieses. Dentro, agarrando el volante, el silencio dejaba paso al susurrar del aire en los cristales por la velocidad, a la música suave de fondo y a la lluvia que de vez en cuando caía en el cristal. Tu reloj color plata dejaba ver su esfera negra, tu puño un gemelo cuadrado y tu cuello una piel afeitada. Tu olor era la guinda al viaje.

Recién llegados a tu casa todo parecía inmenso, el jardín, la puerta de la entrada. El camino hasta el garaje se me hizo un mundo. Las llantas frenaron encendiendo la luz de dentro, la puerta bajó despacio y atrás quedó el trayecto de mi casa a la tuya. Tomamos el ascensor que nos condujo a la segunda planta, y allí se abrió en un salón con unas increíbles vistas a la ciudad de noche, con una alfombra tan negra como el cielo y una mesa perfectamente decorada. Las copas aguardaban nuestro brindis, la música ambientaba lo que nadie por mí antes había hecho.

Me quedé perpleja contemplando el paisaje tras los cristales, nunca antes lo había visto, ventanales desde suelo hasta el techo, sin un fin, de un extremo a otro del salón, dejando ver las luces de la noche, las carreteras con coches y, al fondo, los edificios de oficinas.

"Precioso", dije. Y tus manos me agarraron por detrás de la cintura con tu boca tan cerca de mi cuello que casi pude descubrir tu aroma por completo. La luz apagada te acompañaba, y comenzaba a pensar que cenar no iba primero.

Me empujaste suavemente hasta tocar el cristal, y la ciudad pudo vernos decidir que aquel champagne no sería idóneo a aquella hora. Noté tus manos recorrerme entera, desde mi cuello hasta mis muslos, desde el interior de mi boca hasta la parte más íntima de mi espalda. Mordí tu dedo con los ojos cerrados, empañé el cristal con tu nombre, dejé caer mi vestido al suelo y mis piernas quedaron sobre aquellos tacones, para tí.

Me tomaste entre tus manos para darme la vuelta, y entonces tus ojos en los míos dijeron todo aquello que quería que dijesen. Me besaron tus labios más de lo que yo recordaba otros hicieron, con tu lengua vagando por el interior de mi boca y tus manos tocando mi piel que ya por entonces quemaba. Fue entonces que llevaste mi cuerpo al sofá para que mirara el cielo, a aquellas luces moviéndose y a aquella lluvia cayendo.
Mas opté por sentarte primero y así yo encima tuyo besar tus labios, agarrar tu cuello e ir palpando, dedo a dedo, tus botones cerrados. Quité tu camisa con las mismas ganas que tú a mí me la hubieras quitado, dejé tus brazos libres para que mis ojos los vieran. Tu espalda era más dura sin apenas nada.

Aprendí a fundir mi boca en la tuya con tu pelo agarrado a mi mano, con las tuyas en mi espalda y, cuando yo te dejaba, en mi pecho. Aprendí a perderte el miedo que te tenía y a no subestimarte tampoco.

Decidiste ponerme sentada, y entonces abriste mis piernas buscando ahora sí que viese aquellas luces. Y de tu boca entonces salieron poemas que circularon en círculos, dibujando en mí líneas definidas, sin importarles mis manos agarradas a tu pelo o mi voz llorando en aquella estancia tan sola. Mis ojos no podían centrarse entonces en la noche, tu lengua era más grande que tus dedos, tu aliento era el refugio de mis muslos y tu saliva el final de un comienzo perfecto. Hiciste allí tanto como quisiste mientras yo me ataba entre cojines a tu boca, con la sonrisa en mis labios y mi cintura en el aire. Y entre tanto ir y venir yo perdía casi el sentido, sin que tú pararas de hacerme tuya allí sentada e imponiendo un ritmo cada vez más ágil con tu lengua. Llegué a tensarme demasiado, con mis ojos fijos en tus hombros y mis manos recorriéndote sin exigencias, paseándose por todo, agarrando cuanto quería. Llegué a hacerlo tanto que conseguiste hacer saltar mis lágrimas, pidiendo a gritos que me tomaras... tan fuerte te lo decía que tú ni siquiera parabas. Y allí, con tus labios entre mis piernas yo derramé tan pronto un gemido que vagó en el aire sin fin, rebotando en los cristales y haciendo mis dientes juntarse con tal fuerza que sólo pude sentir un espasmo contigo, armónico, infinito y en repleta consonancia con tu bailar. Tus dedos lloraban en mí a cada paso.

Te agarré con fuerza y te senté despacio. Quité tu ropa con mis ojos en tus ojos ya incendiados. Y mis manos tomaron de tí mucho más de lo que mi boca quería, juntas y unidas con los puños cerrados. Era enorme lo que yo una vez pensé de tí, y más ansiado de lo que en un principio sentía. Contigo entre mis dedos ya todo pensaba que podría conseguir, sonriéndote a los ojos con mi mejor sonrisa, besándote todavía despacio y deslizándote entre mis manos sin que mi boca se enterara.

Fue pronto que mis labios decidieron unirse, con tu cuerpo recostado en el sofá y me mente imaginando qué te haría. Así pasamos un buen rato, contigo mirándome a los ojos y yo haciéndote creer que era tu esclava.

A tí me subiste sin previo aviso, contigo entre mis piernas y tu boca tan cercana a la mía, con tus manos en mi cuello y tus palabras siempre perfectas. Entonces sentí cómo te acercabas a mí, y con tu anatómica presencia en mí abrías camino, como un relámpago que me atravesaba hasta mi cuello, sintiendo mi carne ensancharse y mis manos a tu pecho agarrarse. Tomé una bocanada del poco aire que quedaba y a mis pulmones entraba caliente e incendiado de tu boca, con tus ojos centrándose en lo que tú, allí sentado, me estabas haciendo. Me seguiste recorriendo lentamente hasta caer en tí sentada, y entonces tocaste mi fondo con un calor y un diámetro más grande que tus besos. Era eso, de aquella manera, lo que tú me habías regalado, con la arrogante violencia de quien no le importa nada y la bella suavidad de quien te abraza enamorado.

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Fotografos de Bodas - Daniel Colleman

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Fotografo de bodas